
Unos dicen que fue sólo un gran ventarrón. Hasta la palabra huracán escuché. Alguien la llamó por ahí tormenta eléctrica, que es el nombre con el que pienso quedarme. Pero sin el apellido, que me molesta y me parece un accesorio llamativo y de mal gusto. Alguien me llamó por teléfono, siempre está preocupado por mí. Hizo lo mismo con el temblor de hace unos meses. Se lo agradezco mucho, de veras. Pero no hay nadie que llame para saber sobre el saldo de mis terremotos internos, ni de las tormentas que se agolpan en mi cabeza. Dicen que la tormenta de hoy se llevó ramas, árboles, trozos de tejados. Debiera haberse llevado también algunos trozos de alma que ya no me sirven, esos bártulos inútiles, feos y oxidados, los mismos que ya me pesan cuando camino por la calle. Dicen que por culpa de la tormenta se fue la luz en varias zonas de la Ciudad. Que gracias a eso, los semáforos no cumplieron con su deber, y que el tránsito se volvió un caos. Ese me parece un acto de justicia. Porque si yo no tengo luz esta noche en mi alma, por qué el resto la puta ciudad debe tenerla? Qué bueno! ojalá vengan más tormentas y se les vaya la luz una y otra y otra vez, para que vivan en carne propia la interrupción que acompaña a mis andares, cada día. Y que el tráfico sea un caos cuantas veces sea necesario, hasta que entiendan qué se siente estar varado sin poder escapar de la prisión de las multitudes. Dicen que la tormenta enloqueció a la ciudad. Ojalá uno de esos locos llegue a mi vida un buen día y me invite a crear tormentas eléctricas con mis propias manos.
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